16 de julio de 2008

LAS JORNADAS MUNDIALES DE LA JUVENTUD: UN PUEBLO NUEVO ENTRE DOS PAPAS.

por Manuel María Bru

En un encuentro con el grupo de periodistas jóvenes Crónica Blanca, preguntaban a Paloma Gómez Borrero, inseparable compañera de viaje de Juan Pablo II, a que se debe esa predilección especial -humana y pastoral- del Papa iniciador de las JMJ por los jóvenes. Ella contestó inmediatamente que el tan querido Siervo de Dios Juan Pablo II, siempre contemplativo y con la mirada puesta en el futuro, veía en ellos la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, y confíaba realmente en ellos, otorgándoles un protagonismo especial, provocativo y responsable.

Los predilectos del Papa.

Y así los vio siempre: “centinelas del mañana en este amanecer del tercer milenio”. ¿Por qué? Él mismo lo explicó una vez, en la Vigilia del Año Jubilar 2000, y su explicación es estremecedora: “A lo largo del siglo que termina, jóvenes como vosotros eran convocados en reuniones masivas para aprender a odiar, eran enviados para combatir los unos contra los otros. Los diversos mesianismos secularizados, que han intentado sustituir la esperanza cristiana, se han revelado después como verdaderos y propios infiernos. Hoy estáis reunidos aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz, incluso a costa de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis con un mundo en el que otros seres humanos mueren de hambre, son analfabetos, están sin trabajo. Defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis con todas vuestras energías en hacer que esta tierra sea cada vez más habitable para todos”.

Entre encuentros con los jóvenes en prácticamente la totalidad de los mas de cien viajes apostólicos, los encuentros también periódicos y programados con diversos movimientos juveniles como los Gen o UNIV, y las jornadas mundiales de la juventud, Juan Pablo II encabezó también, entre tantos de sus “records”, el de ser el hombre que más jóvenes ha convocado en la historia. En el mensaje a los jóvenes de 1992 dejo bien claro cual es el valor que él daba a las jornadas y encuentros mundiales de la juventud: “estas manifestaciones periódicas no quieren ser un rito convencional, es decir, un acontecimiento que se justifica en su misma repetición. Al contrario, nacen más bien de una necesidad profunda que tiene su origen en el corazón del ser humano y se refleja en la vida de la Iglesia, peregrina y misionera. Las Jornadas y los Encuentros mundiales de la juventud marcan providenciales momentos de reflexión: ayudan a los jóvenes a interrogarse sobre sus aspiraciones más íntimas, a profundizar su sentido eclesial, a proclamar con creciente gozo y audacia la común fe en Cristo, muerto y resucitado. Son momentos en los que muchos de ellos maduran opciones valientes e iluminadas, que pueden contribuir a orientar el futuro de la historia bajo la guía, al mismo tiempo fuerte y suave, del Espíritu Santo”.

Momentos para el recuerdo.

En Denver el Papa expresó claramente la “interactividad” de estos encuentros: “Naturalmente estamos aquí para escucharnos unos a otros: yo a vosotros y vosotros al Papa”. Y si esta es una característica importante de estos encuentros (basta observar como los jóvenes hablaron al Papa en estos encuentros no sólo por los breves discursos de sus representantes, sino por las actuaciones artísticas que le ofrecen, las respuestas coreadas, los gestos, etc...), aún más importante es el hecho de que esta intercomunicación tuvo siempre como principal comunicante, antes que los jóvenes y que el mismo Papa, a la Palabra de Dios: “Pero, sobre todo, estamos en Denver para escuchar la única palabra auténtica de vida: la Palabra eterna que en el principio estaba con Dios; por medio de la cual todas las cosas fueron creadas y sin la cual no se hizo nada de cuanto existe”.

Especialmente las jornadas mundiales de la Juventud han sido ocasión privilegiada de un diálogo con los jóvenes verdaderamente evangelizador. Cada una de las jornadas se presentaba en torno a un tema distinto, descrito por una expresión de la Sagrada Escritura, que había sido previamente estudiado, dialogado y “rezado” por grupos de jóvenes de todo el mundo como preparación de la Jornada. Tras aquella primera jornada mundial con los jóvenes en Roma (1985), en el año 1989, la segunda jornada (primera de carácter internacional con la que se inicia el programa de jornadas anuales alternándose las diocesanas, en el Domingo de Ramos, y las internacionales, en verano) se celebraría en Buenos Aires, cuyo lema fue “Hemos conocido y hemos creído el amor que Dios nos tiene...” Así, a Argentina le siguió Santiago de Compostela en el año 1989, bajo el lema ” Yo soy el camino, la verdad y la vida...”. Continuó Czestochowa en 1991 con la llamada “Habéis recibido un espíritu de hijos...” Luego vino Denver (USA), en el año 1993 con el lema “ Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante...”. De Denver se pasó al otro lado del planeta, con afluencia masiva de jóvenes, en Manila(Filipinas), era el año 1995. El lema en aquella ocasión fue “... Como el Padre me envió, también yo os envío.”. Y llegamos a los umbrales del año 2000... en París. Corría el año 1997 y su lema fue “... Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis...” Por fin el deseado año 2000, fecha del Gran Jubileo, gran acontecimiento eclesial, y como no podía ser de otra forma, esta XV jornada mundial, jubileo de los jóvenes, se celebró en Roma bajo el lema “... La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros...” Sin olvidar la de Toronto (Canadá) del año 2002 “Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo...”, y la de Colonia, en Alemania, la última de todas. Para millones de jóvenes oír nombrar estas ciudades supone recordar, con esa memoria que guarda en el corazón los momentos más importantes de la vida, los escenarios de un encuentro con quien les ha llevado, año tras año, al encuentro con el sentido de su vida.

Un liderazgo nada adulador

En la memoria de muchos de mi generación esta grabado a fuego el mensaje del Papa a los jóvenes en el Monte del Gozo, en aquel verano de 1989. Las preguntas que el Papa nos hacia a los jóvenes esa tarde eran todo menos aduladoras. Eran más bien dardos, pero dardos llenos de verdad y caridad, que lanzaba al centro mismo del corazón. Y creo yo que esa era la razón por la que no podíamos cerrar los ojos ni los oídos ante una mirada sobre nuestra vida tan certera, tan exigente, y a la vez tan apasionante, y seguramente la misma razón por la que, en la memorable noche del de 3 de mayo de 2004, en el Aeródromo de Cuatro Vientos, tampoco nadie parecía distraerse ante la voz interpelante del mismo anciano Papa: “La fe no se impone, se propone”.

Se refería entones el Papa, en el 89, con la elocuente fortaleza física de entonces, al Apóstol Santiago, y nos lanzaba el mismo reto que Jesús le había lanzado a sus más cercanos discípulos: “¿Estáis dispuestos a dejaros penetrar por el cuerpo y sangre de Cristo, para morir al hombre viejo que hay en nosotros y resucitar con El? ¿Sentís la fuerza del Señor para haceros cargo de vuestros sacrificios, sufrimientos y “cruces” que pesan sobre los jóvenes desorientados acerca del sentido de la vida, manipulados por el poder, desocupados, hambrientos, sumergidos en la droga y la violencia, esclavos del erotismo que se propaga por doquier...? ¿No venís tal vez para convenceros definitivamente de que “ser grandes” quiere decir “servir”?

Eran preguntas inquietantes, palabras que por él dichas abrían horizontes, no de falsa autoestima edulcorante, sino de conquista de verdadera libertad, de esa libertad, él mismo nos decía, que no es “como la prometen con ilusión y engaño los poderes de este mundo: una autonomía total, una ruptura de toda pertenencia en cuanto criaturas e hijos, una afirmación de autosuficiencia, que nos deja indefensos ante nuestros límites y debilidades, solos en la cárcel de nuestro egoísmo, esclavos del espíritu de este mundo, condenados a la servidumbre de la corrupción”.

La conquista de la libertad.

Juan Pablo II se paso su pontificado provocando en sucesivas generaciones de jóvenes una inimaginable pasión por la verdadera libertad, llamada a hacernos “señores” para servir mejor y no ser “esclavos”, víctimas y seguidores de los modelos dominantes en las actitudes y formas de comportamiento. En el mensaje para la VI Jornada Mundial de la Juventud, en 1990, explicaba además el Papa a los jóvenes como si es digna de todo encomio la lucha por la “necesaria libertad exterior, garantizada por leyes civiles justas”, no deberán descuidar la lucha por la libertad interior, aquella que es raíz de todas las demás libertades, y que es “propia de los hijos de Dios que viven según el Espíritu, guiados por una recta conciencia moral, capaces de escoger el bien verdadero”.

En la Carta Apostólica con ocasión del Año Internacional de la Juventud de 1985, Juan Pablo II se atrevió a ofrecer a los jóvenes su particular retrato robot de la juventud, basándose en el diálogo evangélico de Jesús con el Joven Rico. Ciertamente la gran mayoría de los jóvenes de hoy no sólo no son herederos de grandes fortunas, sino que más bien han de enfrentarse al mal de la pobreza, a las precariedades de todo tipo, y a la dificultad de subirse al tren del éxito laboral y de las sociedades de consumo. Pero todos son ricos en otro sentido, mejor dicho, en dos sentidos: por un lado son ricos, y lo son en verdad, porque la juventud muestra una riqueza verdadera, la riqueza que comporta la capacidad de construir el futuro, de innovar, de cambiar, de afrontar la vida. Por otro lado “son ricos”, sin serlo en realidad, porque son el objetivo de todas las adulaciones, el espejo donde se proyectan todas las falsas, por efímeras, engañosas y superficiales, riquezas que no llenan el corazón del hombre.

Mensaje exigente.

Juan Pablo II se situó siempre al lado opuesto a los que él mismo llamó en el mensaje a los jóvenes de 1992 “maestros del carpe diem” que “invitan a seguir toda inclinación o apetencia instintiva, con el resultado de hacer caer al individuo en una angustia llena de inquietud, acompañada de peligrosas evasiones hacia falaces paraísos artificiales, como el de la droga”, o que “sitúan el sentido de la vida exclusivamente en el éxito, en el deseo de riquezas, en el desarrollo de las capacidades personales, sin tener en cuenta la existencia de los otros ni el respeto por los valores, ni siquiera por el valor fundamental de la vida”. Liderazgo profético, pues, y no adulador, el de este Papa que al dirigirse a los jóvenes denunció continuamente a los “falsos maestros de vida, numerosos también en el mundo contemporáneo, que proponen objetivos que no sólo no sacian, sino que agudizan y aumentan la sed que arde en el alma del hombre”.

Y en el mensaje de 1995 recordó a los jóvenes como “hay momentos y circunstancias en que es preciso hacer opciones decisivas para toda la existencia. Como sabéis muy bien, vivimos momentos difíciles, en los que con frecuencia no logramos distinguir el bien del mal, los verdaderos maestros de los falsos (...) Orad y escuchad su palabra; dejaos guiar por verdaderos pastores; no cedáis jamás a los halagos y a los fáciles espejismos del mundo que luego, con demasiada frecuencia, se transforman en trágicos desengaños”. Optar por Cristo es tomar una decisión inexorable, por que “ Jesús es un amigo exigente que indica metas altas, pide salir de uno mismo para ir a su encuentro, entregándole toda la vida: quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Esta propuesta puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero – os pregunto – ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva? ¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres nuevos, regenerados por la gracia bautismal, conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía; acogedlo y servidle en los hermanos. Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior y encontraréis al Tú que cura de las angustias, de las preocupaciones, de aquel subjetivismo salvaje que no deja paz”.

Una generación esperanzadora.

Dijo en una ocasión Juan Pablo II que si la evangelización está unida al cambio generacional, “mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de la Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, o a las que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale, sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecían rechazar”. Tal vez está afirmación pueda parecer demasiado optimista cuando la Iglesia de nuestro tiempo ve como la secularización va haciendo mella en toda la sociedad, y dado que la fe se transmite por osmosis, por educación, por herencia de generación en generación, donde más daño causa el proceso secularizador es entre los más jóvenes.

Pero fue precisamente el Papa polaco, que siempre (como estudiante, como sacerdote, como obispo y como Papa) ha mostrado una predilección especial por el apostolado con los jóvenes, el baluarte de una Iglesia que, ciertamente, ve sucederse generaciones enteras de jóvenes a quienes ni siquiera ha tenido la oportunidad de mostrarles el rostro joven de Cristo, pero que ve también como tantos otros, a veces casi sin haber hecho nada “especial” por atraerlos, vienen a “beber de sus fuentes”, a pesar de todas las contraindicaciones con las que la sociedad les aleja de ella. De hecho, cuantos más son los que la Iglesia ve pasar de largo, más aún son los que encuentran en la Iglesia la vida de Cristo y lo siguen.

Juan Pablo II expresaba siempre con claridad y rotundidad en que consiste esta “química especial” entre los jóvenes y la Iglesia, por la que tantos intelectuales, políticos, sociólogos y periodistas no salen de su asombro. En su mensaje a los jóvenes de 1993 les decía: “La Iglesia se presenta al hombre de nuestro siglo, a todos vosotros, queridos jóvenes que sentís hambre y sed de verdad, como compañera de viaje. Os ofrece el eterno mensaje evangélico y os confía una tarea apostólica exultante: ser los protagonistas de la nueva evangelización. Queridos amigos, dejaos seducir por Cristo; aceptad su invitación y seguidlo. Id y anunciad la buena nueva que redime; hacedlo con la felicidad en el corazón y convertíos en comunicadores de esperanza en un mundo que a menudo sufre la tentación de la desesperación, comunicadores de fe en una sociedad que a veces parece resignarse a la incredulidad; y comunicadores de amor en medio de los acontecimientos diarios, con frecuencia marcados por la lógica del egoísmo más desenfrenado”.

Los jóvenes de esta generación, de los que Juan Pablo II dijo que “acogen con entusiasmo lo que sus padres parecían rechazar”, buscan ansiosos, en cambio, “topías”: lugares, ámbitos, personas, ese hogar donde todos los ideales humanos pueden empezar a ser realidad, “microtopías” de verdadera paz, verdadera alegría, verdadera amistad, verdadera justicia, verdadero amor. Quieren “topías”, no utopías y, paradójicamente, la Iglesia, que es comunidad, la Iglesia viva en sus familias, en sus grupos, en sus parroquias, en sus movimientos... ¿no es acaso el lugar donde se hace ya perceptible el Reino de Dios, y de donde arranca toda transformación del mundo que no este llamada al fracaso de las utopías, sino al florecer de un lugar nuevo, de una nueva humanidad? Estos son, no sólo los evangelizadores de los demás jóvenes, sino también de sus padres y maestros, y de todos aquellos que creían que su aburrida y caduca lucha por un puñado de éxito profesional, de dinero, de evasión, podría llenar las ilusionadas aspiraciones de las jóvenes generaciones posteriores.

La gran competición.

El testimonio de los santos es presentado por el Papa a los jóvenes exactamente igual que el testigo en una competición. A lo largo de todo su pontificado Juan Pablo II propuso muchas cosas a los jóvenes, pero en realidad les ha propuesto solamente una, o mejor dicho, se la ha preguntado, sembrando en ellos una inquietud, provocándoles a una respuesta, como en su mensaje de la Jornada del Año Jubilar 2000: “Hoy Cristo os hace la misma pregunta a cada uno de vosotros: ¿me amas? No os pide saber hablar a las muchedumbres, saber dirigir una organización, saber administrar un patrimonio. Os pide que lo améis. Todo lo demás vendrá como consecuencia. En efecto, poner los propios pasos sobre las huellas de Jesús no se traduce inmediatamente en cosas que hacer o decir, sino ante todo en el hecho de amarlo, de quedarse con él, de acogerlo completamente en la propia vida”.

El Papa les entregó este testigo a cada uno de los jóvenes, en el lugar y en tiempo en el que la Providencia les ha puesto: “Jóvenes de todos los continentes –les dice en su mensaje de 1999-, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración, coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor os quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad”.

Sus últimas palabras antes de que el Eterno Padre lo llamase definitivamente para sí fueron para los jóvenes. Según informaron las pocas personas que le acompañaron en los últimos días de su agonía, al saber que miles de jóvenes estaban hiendo a Roma para estar lo más cerca de él, el Santo Padre fue capaz de pronunciar un emotivo mensaje para ellos: “Os he buscado tantas veces… Ahora vosotros habéis venido a mí. Y yo os lo agradezco”. Aquellos días de abril de 2005, entre la agonía y la muerte, el funeral y la elección de Benedicto XVI como sucesor, Roma demostró más que nunca en la historia de la cristiandad que es el centro de la Iglesia, acogiendo millones de fieles de todo el mundo que mostraron al unísono su profunda comunión con Pedro, tanto con el Papa Magno” al que despedían, como con el “Siervo de los siervos de Dios” al que reconocían como su nuevo “Padre y Pastor”. Pero ese pueblo mostró su rostro más joven, porque aquellos acontecimientos se convirtieron realmente en una especial Jornada Mundial de la Juventud.

Dos papas y una generación.

Benedicto XVI, siguiendo la providencia de su antecesor, ha sido ahora recibido por más de un millón de jóvenes en una de las ciudades más hermosas de su Alemania natal. La historia de estas jornadas con esta su vigésima edición ha continuado su camino de creciente manifestación de gracia y de esperanza para la Iglesia y el mundo que Juan Pablo II pudo iniciar y consolidar. Bastaría preguntarse por el convocador y por los convocados de esta Jornada para confirmarlo.

Porque, ¿Quien es el Papa que los acoge sino un joven de setenta y ocho años? El mismo teenager de la teología que le llamará Schmaus escandalizado por la novedad y frescura de su visión de la Iglesia en los tiempos del Concilio, el mismo joven desertor del ejercito nazi, el mismo hombre de Dios que desde joven nunca ha dejado de escribir poesías y de tocar el piano, el mismo profeta del Evangelio que les ha entregado a los jóvenes de hoy la pureza de la verdad revelada, sin rebajas.

¿Y quienes son los jóvenes que han peregrinado a Colonia? Son aquellos que se han sentido interpelados por el llamamiento que Juan Pablo II el Grande les hizó cuando les convocó a esta jornada con estas palabras: “¡Jóvenes, no creáis en falaces ilusiones y modas efímeras que no pocas veces dejan un trágico vacío espiritual! Rechazad las seducciones del dinero, del consumismo y de la violencia solapada que a veces ejercen los medios de comunicación. La adoración del Dios verdadero constituye un auténtico acto de resistencia contra toda forma de idolatría. Adorad a Cristo: Él es la Roca sobre la que construir vuestro futuro y un mundo más justo y solidario”. Estos jóvenes, que son los más libres del mundo, y a buen seguro, los más felices, porque viniendo de todas partes, de todas las culturas, las naciones, las situaciones sociales, han encontrado y han elegido en sus vidas a Alguien que es capaz de transmitirles una fuerza, una capacidad de juicio y de superación, un motivo para vivir siempre en la esperanza. Han encontrado y elegido a Cristo, y decididos a recorre los caminos más variopintos que la vida les depare, una misma estrella en el cielo guiará sus sendas, y todos los días podrán llegar a la meta de sus anhelos, al Belén de su Señor, y postrarse ante él, y adorarlo, como aquellos magos de oriente, y reanudar siempre su camino con la cabeza bien alta, y no se postrarán ante nada y ante nadie, ante ningún engaño adulador, ante ningún poder paternalista, ante ningún sueño de evasión.

Manuel María Bru Alonso

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